Hay una docena de mujeres empresarias mineras en el norte de Chile. Pirquineras hay menos. Y minas de mujeres, sólo una, la mina La Loica, en Tambillos. Ahí trabajan mujeres que se exponen a riesgos parecidos a los de los 33 mineros atrapados. Sólo que ellas son madres: de un brazo les cuelga un hijo y del otro, una picota.
Cuando lea estas páginas, Isabel Galleguillos (49) tendrá, en lugar de una revista, una gran roca filuda entre sus manos. La pondrá sobre “esa tierra bendita”, bajo el sol castigador de Tambillos, entre Ovalle y Andacollo, y con un martillo la partirá en dos. Las esquirlas le rebotarán en la frente y se le meterán por el escote. Apartará “el cobre bueno” de la piedra estéril y lo amontonará en una pila. Luego dejará caer un chuzo con todas sus fuerzas en la veta madre. Y tomará otra piedra. Y así seguirá, hurgando y machacando, hasta que el cobre quede desnudo al sol con resplandores amarillos, azules, morados y calipsos reflejados en sus pómulos morenos y brillantes.
Karen Villanueva (31), su compinche, con seguridad estará haciendo lo mismo en otro sector del tajo abierto. Andrea Vega (25) y Marlén Valdivia (24) estarán dando sus primeros picotazos y ayudando a ordenar las piedras más livianas. Son las cuatro mineras de la mina La Loica, una mina sólo de minas.
Pero no estarán sufriendo ni lamentándose de su destino. Todo lo contrario, lo hacen riendo y aprendiendo. Las motiva un entusiasmo especial. Todas son madres, separadas o solteras.
“El cobre bueno” lo cargarán en carretillas por un senderito, con ayuda de Pedro, el operario “para el trabajo bruto”. Lo verterán cerro abajo por una canaleta hasta juntar en un día una camionada de 12 toneladas: 400 a 800 mil pesos dependiendo de la ley. Cuando el sol se ponga rojo, Isabel soltará su trenza negra debajo del casco y dará la orden de bajar del cerro La Loica. Aún con las manos temblorosas por el esfuerzo, pasarán todas a recoger flores amarillas de alcaparra o de salvia para los floreros de sus casas. Y se despedirán hasta el otro día.
Apenas Isabel llega a su casa se cambia ropa. “Odio que me vean de obrera”, dice, y se pone falda y botas coquetas. En su living sin muebles tiene una mesita con un montón de piedras de cobre con distintos colores. En su patio tiene un cerrito de cobre de ley (una piedra casi pura que va directamente a la fundición), pendiente para moler. En su jardín hay adornos de sulfuro de cobre, cuarzo, andacollita. Cuando Krishna (9), la última de sus cuatro hijos, llega del colegio le da muchos besos y descansan juntas en el dormitorio, debajo de una repisa con piedras de cobre.
“El cobre bueno” lo cargarán en carretillas por un senderito, con ayuda de Pedro, el operario “para el trabajo bruto”. Lo verterán cerro abajo por una canaleta hasta juntar en un día una camionada de 12 toneladas: 400 a 800 mil pesos dependiendo de la ley. Cuando el sol se ponga rojo, Isabel soltará su trenza negra debajo del casco y dará la orden de bajar del cerro La Loica. Aún con las manos temblorosas por el esfuerzo, pasarán todas a recoger flores amarillas de alcaparra o de salvia para los floreros de sus casas. Y se despedirán hasta el otro día.
Apenas Isabel llega a su casa se cambia ropa. “Odio que me vean de obrera”, dice, y se pone falda y botas coquetas. En su living sin muebles tiene una mesita con un montón de piedras de cobre con distintos colores. En su patio tiene un cerrito de cobre de ley (una piedra casi pura que va directamente a la fundición), pendiente para moler. En su jardín hay adornos de sulfuro de cobre, cuarzo, andacollita. Cuando Krishna (9), la última de sus cuatro hijos, llega del colegio le da muchos besos y descansan juntas en el dormitorio, debajo de una repisa con piedras de cobre.
A las 21:00 hrs Isabel ve las noticias –o eso dice–, porque deja pasar todo, hasta el informe del tiempo, y sólo da un respingo cuando anuncian los indicadores económicos: el IGPA, el IPSA, el dólar y el precio del cobre. “¡El precio del cobre!”, grita y corre desde donde esté. Isabel calcula que por cada centavo de dólar que sube o baje la libra, ella recibe unos 2.000 pesos más o menos por tonelada.
Y el precio del cobre sube y baja todos los días. Se pega saltos de 40 centavos. O cae largos periodos. Es como un electrocardiograma emocional del norte. “Cuando pasa de un dólar la libra la gente sueña: se forman parejas, se prometen matrimonios y ¡ellas aceptan!”, dice Isabel, irónica. Si pasa de dos dólares piensan en otro hijo, el televisor viejo pasa a la cocina. Si roza los cuatro dólares, como ahora, hasta puede ser peligroso: en ese frenesí, trabajan hasta los enfermos, se reabren minas que deberían estar clausuradas, se producen derrumbes… y quedan 33 hombres atrapados.
Al revés, cuando el precio baja y baja, cunde la amargura. Muchas minas cierran, empiezan los despidos, pueblitos como Tambillos se vacían. Los hombres migran a las ciudades y las mujeres quedan solas. Si cae a menos de un dólar hay pesar y decepción: las huelgas se hacen eternas, los hombres se alcoholizan, les pegan a sus hijos y mujeres hasta matarlas. O matarse. El 1 de enero de 1998 el cobre cayó a 0,98 dólares la libra cuando el marido de Isabel, ebrio y enloquecido, intentó matarla con sus propias manos. –Ahí empezó todo –dice Isabel–. A veces la realidad tiene que ser peor que la pesadilla para despertar.
Doce años después, es decir, ahora, el cobre está a 3,5 dólares y en lugar de soñar con un hombre que le solucione la vida, está parada sola sobre su propio cerro de cobre. Su propia mina.
Mina devoradora de hombresNo es la primera ni la única mujer en el cobre. Hay una docena de mujeres empresarias mineras desde Arica hasta Ovalle. Pirquineras hay menos: Isabel y un par más. Y minas de mujeres, sólo ésta. Hace unos pocos años otra mujer de Andacollo que heredó una mina de su abuelo, intentó hacerla funcionar con cuatro mujeres: la Andacollita, se llamaba. Pero a los pocos meses María Angélica Lemus se quedó sola. Le robaron la maquinaria y fue demasiado duro y poco rentable para todas.
Le digo a Isabel: –Ojalá que a ustedes les vaya bien.
–Nada que ojalá. ¡Nos tiene que ir bien! Isabel nació en Tambillos. Medio pueblo comparte su apellido Galleguillos. Todos dedicados a la pequeña minería. Desde los 7
años, Isabel ayudaba a su padre a buscar cobre en el mismo cerro La Loica detrás de la casa.
–En ese tiempo se sacaba puro cobre de ley, pero una vez que lo sacaron todo, quedó el cerro lleno de hoyos.
Efectivamente el cerro entero tiene muchísimos túneles, como un queso suizo.
–Mi padre y mi abuelo nunca tuvieron una pertenencia minera –dice Isabel mientras subimos al cerro–. Siempre trabajaron a escondidas, por poquito, para otros. O para la Minera.
“La Minera” es la actual mina Tambillos con la que se fundó el pueblo hace 100 años. Es un yacimiento explotado hasta el cansancio que sigue funcionando gracias al alto precio del cobre. Un camionero me dice que no ha tenido grandes accidentes “porque Dios es grande” y cuando él entra, sale lo más rápido que puede.
Hace 25 años la compró el ex senador Francisco Javier Errázuriz. El año pasado la minera batió el record nacional con la huelga más larga de las últimas décadas: 6 meses. La gente de Tambillos evita trabajar en ella. Apenas pueden se van a otras compañías u ojalá al soñado Codelco. Además, muchos viejos están enfermos o silicóticos de tanto respirar sulfuro de cobre. Casi no hay hombres viejos en Tambillos. El abuelo de Isabel se retiró a los 60 años y murió a los 61 de silicosis. Juan Galleguillos, el hermano mayor que crió a Isabel, trabajó desde los 16 años en minera Tambillos y murió a los 42 de cáncer óseo. Mientras subimos a la cota 400 del cerro La Loica, donde está la pertenencia de Isabel, pasamos junto Tito García, un hombre viejo y solitario, cavando a picota un forado en el cerro. Saca un morral de piedras que vende a 20 mil pesos. –Está desahuciado– dice Isabel y sigue de largo como si fuera un leproso.
Me sorprende su indolencia.
–No me mire así… –me dice– hay muchos viejitos enfermos trabajando. Muchos…
De nuevo el alto precio: quien puede sube al cerro y rasguña las piedras hasta caer al ataúd.
Cuando llegamos a la mina de Isabel está la veta a la vista. Es una franja rocosa, como el relleno de una torta, entre dos inmensos bizcochos. Arriba palo –piedra estéril–, abajo palo. Al centro, la franja de 70 cm de espesor de cobre oscuro y verdoso, de unos dos mil metros de largo y una profundidad indefinida. Isabel tiene que hacer un camino de unos 700 metros para trabajar la veta. Para eso le va a servir el capital semilla de dos millones y medio que ganó del Fosis. Pero no le alcanza para topógrafo, así que lo hará al “ojímetro”. Con el resto adquirirá una perforadora para alivianar el trabajo manual. –Postularon 54 proyectos de minería. ¡El mío fue el único que ganó!– dice orgullosa.
La fugitiva
Isabel es presidenta del Sindicato de Pirquineros de Tambillos, tesorera del Comité de Agua Potable y ex presidenta del Centro de Padres de la Escuela Básica. Antes, no era nada. Dejó 8º básico a medio terminar y se puso a trabajar junto a su madre, que fue abandonada por su esposo minero. Sacó repollos o apio y despuntó claveles. Crió cabras en el cerro. Vendió leña. En la gran bonanza del cobre del año 80, con la libra a 2,8 dólares, se casó con el minero Pascual Galleguillos y las cosas fueron mejorando. Tuvo tres hijos: Ricardo, Carlos y Diego. Seis años después la bonanza acabó. El precio del cobre cayó hasta 0,78 centavos de dólar cuando empezaron los golpes, los maltratos, el alcohol y el abandono. Hasta que llegó el Año Nuevo de 1997 y Pascual casi la mata.
–Casi fui la víctima de femicidio– dice, y se pasa el dedo como un cuchillo por la garganta.
Dos días después, aprovechando que Carabineros había detenido a su marido, dijo a todos que se iba a Arica y partió a Los Andes con sus tres hijos. Vivió escondida seis años en una pieza sin muebles, trabajando de cocinera por el sueldo mínimo. Tuvo otra pareja momentánea en 2001 y nació Krishna. Tampoco resultó y regresó a Tambillos en 2004, con cuatro hijos. Los dos mayores, Ricardo y Carlos, abandonaron los estudios e ingresaron a “la Minera” a entregar sus pulmones. Diego, el menor, se salvó. Fue puntaje regional de la PSU y logró una beca para estudiar Agronomía, en Viña del Mar. Va en segundo año. Se le humedecen los ojos.
–¡Entonces usted dice que es muy sacrificado picar piedra para una mujer! ¡Todo lo otro sí que fue sacrificio! ¡Una mujer sola en el norte no vale nada! ¡Nada!
Concibió la idea de ella misma sacar cobre del cerro atrás de su casa, pero no a la mala, como sus abuelos y su padre.
–A los pirquineros los estafan. Les roban. Se aprovechan de su ignorancia. Todos les cortan la cola: el del camión, el que lo revende, el receptor de Enami. Al final no les dejan nada. Y empezó el trámite. Con su hijo Ricardo –de 29, quien ahora maneja maquinaria pesada y le financia el sueño– empezaron a recorrer a pie el cerro hasta que dieron con un par de yacimientos, pero tenían dueño. Un geomensor se compadeció y les prestó un mapa y un GPS.
Marcaron varios puntos donde pasaba la antigua veta. Y ¡bingo! Encontró un tramo sin dueño justo arriba de su casa. Y empezó a correr el plazo de 15 meses que da la ley para finiquitar un trámite kafkiano: fue cientos de veces a La Serena. Pidió audiencias con todos los seremis, con todos los alcaldes. Se amanecía cosechando claveles para cumplir su jornada y deambular al otro día de oficina en oficina, sin almuerzo, sin plata para la micro. Cualquiera se habría rendido.
–Por eso los pirquineros no lo hacen y venden su cobre a precios míseros. Incluso mucha gente que descubre una veta hace el trámite con abogados y consultoras. Luego venden el yacimiento y se van a medias. Obtienen cinco, diez millones –dice Isabel– y sería todo. Se lo gastan en un mes. Y un yacimiento como éste puede dar cinco millones en dos meses. Todos los hombres a quienes pidió consejo opinaban que no era tarea femenina. Le cerraron puertas. Le hicieron zancadillas. Las peores fueron las mujeres del pueblo: hasta inventaron escenas de celos por codearse con sus maridos y no con ellas. Finalmente, hace dos años, la eligieron presidenta del Sindicato de Pirquineros. Ahí está ahora ayudando a legalizar las explotaciones de sus colegas hombres.
–Saqué un título en todo el tejemaneje, dice sonriendo con su risa entre amarga y tímida.
Viene llegando de un curso en Enami sobre administración y mineralogía. Le falta hacer el curso de manejo de explosivos para tener un polvorín y aprender a conducir, porque está ahorrando para a tener un camión propio.
La veta femenina
En el acopio de Enami cercano a La Serena –donde tiene que ir siguiendo el camión para quenole cambien el cobre por otro demenor ley en el camino–, la conocen como La Regalona. Es la única pirquinera que entrega cobre en camionadas. Otro mujer lo hace en menorescala. Un administrador de Enami confiesa en Coquimbo, por teléfono, que no le tenía fe.
–No pensaba que le iba a resultar… pero después de 6 meses trayendo camionadas cobre… ¡Y del bueno! Se tuvo que comer sus palabras.
Isabel tuvo suerte con su veta. Su ley es de 2,5% de cobre, algo muy raro en estos tiempos.
–¿Por qué contrata a mujeres?– le pregunto sabiendo que iría más rápido con trabajadores hombres.
–Porque veo a la niñas de acá. Todas con los mismos problemas que yo pasé. Criando hijos solas. Quiero pagarles un sueldo digno, mejor que en las cosechas o en los claveles.
Piensa que pueden ganar 350 ó 400 mil pesos líquidos. Más incluso. Muy lejos del mínimo que pagan los empresarios de la zona a las mujeres. Karen Villanueva es otra mujer curtida, pícara y risueña. Está entusiasmada con la idea. Trabajó antes picando y moviendo material en otros pirquenes así que sabe de cobre y no le teme a la dureza de la piedra. Está sola y el menor de sus tres hijos tiene síndrome de Asperger. Andrea Vega es de Barrancas, un caserío cercano. Tuvo un hijo con su pololo que se fugó. Ha trabajado cosechando repollos y apio. Ya sube a la mina y aprende poco a poco. Marlén Valdivia es tímida y silenciosa. También es madre soltera. Es la única con cuarto medio. Fue cajera en un supermercado de Ovalle por 200 mil pesos al mes. No cree que picar roca sea lo suyo, pero quiere probar y, claro, ganar más dinero.
Isabel dice que si ella pudo, todas pueden. Quiere demostrar algo al mundo:
–Las mujeres se merecen un destino mejor. Un sueldo mejor. Compartir la riqueza de Chile, no sólo recibir las migajas que les da un hombre, por bueno que sea.
Isabel les enseña a Andrea y Marlén. Les dice que no le peguen a la piedras a lobruto.
–No pienses que es tu marido– dice Karen con un combo de 12 kilos volando por el aire.
–Tienes que ir buscando la grieta– dice Isabel.
Y mientras pica yremueverocas, haceuncomentario tétrico:
–A veces la veta se pierde. Los mineros pasan años cavando aquí y allá sin volver a encontrarla. Se vuelven locos.
Porque la veta, ese rellenodela torta,noes plano ni rectilíneo,toma cientos de formas bajo tierra, enredado como el pétalo de un clavel.
Todas quedan en silencio.
–Por eso es más pillería que nada –continúa Isabel–. Y observación.
Marlén no tiene fuerzas, pero tanto mover el pesado barreno en la grieta, logra arrancar al cerro su primera piedra calipso, reluciente. La pone contra el sol y brilla. Es cobre.
Texto: Roberto Farías
Cuando lea estas páginas, Isabel Galleguillos (49) tendrá, en lugar de una revista, una gran roca filuda entre sus manos. La pondrá sobre “esa tierra bendita”, bajo el sol castigador de Tambillos, entre Ovalle y Andacollo, y con un martillo la partirá en dos. Las esquirlas le rebotarán en la frente y se le meterán por el escote. Apartará “el cobre bueno” de la piedra estéril y lo amontonará en una pila. Luego dejará caer un chuzo con todas sus fuerzas en la veta madre. Y tomará otra piedra. Y así seguirá, hurgando y machacando, hasta que el cobre quede desnudo al sol con resplandores amarillos, azules, morados y calipsos reflejados en sus pómulos morenos y brillantes.
Karen Villanueva (31), su compinche, con seguridad estará haciendo lo mismo en otro sector del tajo abierto. Andrea Vega (25) y Marlén Valdivia (24) estarán dando sus primeros picotazos y ayudando a ordenar las piedras más livianas. Son las cuatro mineras de la mina La Loica, una mina sólo de minas.
Pero no estarán sufriendo ni lamentándose de su destino. Todo lo contrario, lo hacen riendo y aprendiendo. Las motiva un entusiasmo especial. Todas son madres, separadas o solteras.
“El cobre bueno” lo cargarán en carretillas por un senderito, con ayuda de Pedro, el operario “para el trabajo bruto”. Lo verterán cerro abajo por una canaleta hasta juntar en un día una camionada de 12 toneladas: 400 a 800 mil pesos dependiendo de la ley. Cuando el sol se ponga rojo, Isabel soltará su trenza negra debajo del casco y dará la orden de bajar del cerro La Loica. Aún con las manos temblorosas por el esfuerzo, pasarán todas a recoger flores amarillas de alcaparra o de salvia para los floreros de sus casas. Y se despedirán hasta el otro día.
Apenas Isabel llega a su casa se cambia ropa. “Odio que me vean de obrera”, dice, y se pone falda y botas coquetas. En su living sin muebles tiene una mesita con un montón de piedras de cobre con distintos colores. En su patio tiene un cerrito de cobre de ley (una piedra casi pura que va directamente a la fundición), pendiente para moler. En su jardín hay adornos de sulfuro de cobre, cuarzo, andacollita. Cuando Krishna (9), la última de sus cuatro hijos, llega del colegio le da muchos besos y descansan juntas en el dormitorio, debajo de una repisa con piedras de cobre.
“El cobre bueno” lo cargarán en carretillas por un senderito, con ayuda de Pedro, el operario “para el trabajo bruto”. Lo verterán cerro abajo por una canaleta hasta juntar en un día una camionada de 12 toneladas: 400 a 800 mil pesos dependiendo de la ley. Cuando el sol se ponga rojo, Isabel soltará su trenza negra debajo del casco y dará la orden de bajar del cerro La Loica. Aún con las manos temblorosas por el esfuerzo, pasarán todas a recoger flores amarillas de alcaparra o de salvia para los floreros de sus casas. Y se despedirán hasta el otro día.
Apenas Isabel llega a su casa se cambia ropa. “Odio que me vean de obrera”, dice, y se pone falda y botas coquetas. En su living sin muebles tiene una mesita con un montón de piedras de cobre con distintos colores. En su patio tiene un cerrito de cobre de ley (una piedra casi pura que va directamente a la fundición), pendiente para moler. En su jardín hay adornos de sulfuro de cobre, cuarzo, andacollita. Cuando Krishna (9), la última de sus cuatro hijos, llega del colegio le da muchos besos y descansan juntas en el dormitorio, debajo de una repisa con piedras de cobre.
A las 21:00 hrs Isabel ve las noticias –o eso dice–, porque deja pasar todo, hasta el informe del tiempo, y sólo da un respingo cuando anuncian los indicadores económicos: el IGPA, el IPSA, el dólar y el precio del cobre. “¡El precio del cobre!”, grita y corre desde donde esté. Isabel calcula que por cada centavo de dólar que sube o baje la libra, ella recibe unos 2.000 pesos más o menos por tonelada.
Y el precio del cobre sube y baja todos los días. Se pega saltos de 40 centavos. O cae largos periodos. Es como un electrocardiograma emocional del norte. “Cuando pasa de un dólar la libra la gente sueña: se forman parejas, se prometen matrimonios y ¡ellas aceptan!”, dice Isabel, irónica. Si pasa de dos dólares piensan en otro hijo, el televisor viejo pasa a la cocina. Si roza los cuatro dólares, como ahora, hasta puede ser peligroso: en ese frenesí, trabajan hasta los enfermos, se reabren minas que deberían estar clausuradas, se producen derrumbes… y quedan 33 hombres atrapados.
Al revés, cuando el precio baja y baja, cunde la amargura. Muchas minas cierran, empiezan los despidos, pueblitos como Tambillos se vacían. Los hombres migran a las ciudades y las mujeres quedan solas. Si cae a menos de un dólar hay pesar y decepción: las huelgas se hacen eternas, los hombres se alcoholizan, les pegan a sus hijos y mujeres hasta matarlas. O matarse. El 1 de enero de 1998 el cobre cayó a 0,98 dólares la libra cuando el marido de Isabel, ebrio y enloquecido, intentó matarla con sus propias manos. –Ahí empezó todo –dice Isabel–. A veces la realidad tiene que ser peor que la pesadilla para despertar.
Doce años después, es decir, ahora, el cobre está a 3,5 dólares y en lugar de soñar con un hombre que le solucione la vida, está parada sola sobre su propio cerro de cobre. Su propia mina.
Mina devoradora de hombresNo es la primera ni la única mujer en el cobre. Hay una docena de mujeres empresarias mineras desde Arica hasta Ovalle. Pirquineras hay menos: Isabel y un par más. Y minas de mujeres, sólo ésta. Hace unos pocos años otra mujer de Andacollo que heredó una mina de su abuelo, intentó hacerla funcionar con cuatro mujeres: la Andacollita, se llamaba. Pero a los pocos meses María Angélica Lemus se quedó sola. Le robaron la maquinaria y fue demasiado duro y poco rentable para todas.
Le digo a Isabel: –Ojalá que a ustedes les vaya bien.
–Nada que ojalá. ¡Nos tiene que ir bien! Isabel nació en Tambillos. Medio pueblo comparte su apellido Galleguillos. Todos dedicados a la pequeña minería. Desde los 7
años, Isabel ayudaba a su padre a buscar cobre en el mismo cerro La Loica detrás de la casa.
–En ese tiempo se sacaba puro cobre de ley, pero una vez que lo sacaron todo, quedó el cerro lleno de hoyos.
Efectivamente el cerro entero tiene muchísimos túneles, como un queso suizo.
–Mi padre y mi abuelo nunca tuvieron una pertenencia minera –dice Isabel mientras subimos al cerro–. Siempre trabajaron a escondidas, por poquito, para otros. O para la Minera.
“La Minera” es la actual mina Tambillos con la que se fundó el pueblo hace 100 años. Es un yacimiento explotado hasta el cansancio que sigue funcionando gracias al alto precio del cobre. Un camionero me dice que no ha tenido grandes accidentes “porque Dios es grande” y cuando él entra, sale lo más rápido que puede.
Hace 25 años la compró el ex senador Francisco Javier Errázuriz. El año pasado la minera batió el record nacional con la huelga más larga de las últimas décadas: 6 meses. La gente de Tambillos evita trabajar en ella. Apenas pueden se van a otras compañías u ojalá al soñado Codelco. Además, muchos viejos están enfermos o silicóticos de tanto respirar sulfuro de cobre. Casi no hay hombres viejos en Tambillos. El abuelo de Isabel se retiró a los 60 años y murió a los 61 de silicosis. Juan Galleguillos, el hermano mayor que crió a Isabel, trabajó desde los 16 años en minera Tambillos y murió a los 42 de cáncer óseo. Mientras subimos a la cota 400 del cerro La Loica, donde está la pertenencia de Isabel, pasamos junto Tito García, un hombre viejo y solitario, cavando a picota un forado en el cerro. Saca un morral de piedras que vende a 20 mil pesos. –Está desahuciado– dice Isabel y sigue de largo como si fuera un leproso.
Me sorprende su indolencia.
–No me mire así… –me dice– hay muchos viejitos enfermos trabajando. Muchos…
De nuevo el alto precio: quien puede sube al cerro y rasguña las piedras hasta caer al ataúd.
Cuando llegamos a la mina de Isabel está la veta a la vista. Es una franja rocosa, como el relleno de una torta, entre dos inmensos bizcochos. Arriba palo –piedra estéril–, abajo palo. Al centro, la franja de 70 cm de espesor de cobre oscuro y verdoso, de unos dos mil metros de largo y una profundidad indefinida. Isabel tiene que hacer un camino de unos 700 metros para trabajar la veta. Para eso le va a servir el capital semilla de dos millones y medio que ganó del Fosis. Pero no le alcanza para topógrafo, así que lo hará al “ojímetro”. Con el resto adquirirá una perforadora para alivianar el trabajo manual. –Postularon 54 proyectos de minería. ¡El mío fue el único que ganó!– dice orgullosa.
La fugitiva
Isabel es presidenta del Sindicato de Pirquineros de Tambillos, tesorera del Comité de Agua Potable y ex presidenta del Centro de Padres de la Escuela Básica. Antes, no era nada. Dejó 8º básico a medio terminar y se puso a trabajar junto a su madre, que fue abandonada por su esposo minero. Sacó repollos o apio y despuntó claveles. Crió cabras en el cerro. Vendió leña. En la gran bonanza del cobre del año 80, con la libra a 2,8 dólares, se casó con el minero Pascual Galleguillos y las cosas fueron mejorando. Tuvo tres hijos: Ricardo, Carlos y Diego. Seis años después la bonanza acabó. El precio del cobre cayó hasta 0,78 centavos de dólar cuando empezaron los golpes, los maltratos, el alcohol y el abandono. Hasta que llegó el Año Nuevo de 1997 y Pascual casi la mata.
–Casi fui la víctima de femicidio– dice, y se pasa el dedo como un cuchillo por la garganta.
Dos días después, aprovechando que Carabineros había detenido a su marido, dijo a todos que se iba a Arica y partió a Los Andes con sus tres hijos. Vivió escondida seis años en una pieza sin muebles, trabajando de cocinera por el sueldo mínimo. Tuvo otra pareja momentánea en 2001 y nació Krishna. Tampoco resultó y regresó a Tambillos en 2004, con cuatro hijos. Los dos mayores, Ricardo y Carlos, abandonaron los estudios e ingresaron a “la Minera” a entregar sus pulmones. Diego, el menor, se salvó. Fue puntaje regional de la PSU y logró una beca para estudiar Agronomía, en Viña del Mar. Va en segundo año. Se le humedecen los ojos.
–¡Entonces usted dice que es muy sacrificado picar piedra para una mujer! ¡Todo lo otro sí que fue sacrificio! ¡Una mujer sola en el norte no vale nada! ¡Nada!
Concibió la idea de ella misma sacar cobre del cerro atrás de su casa, pero no a la mala, como sus abuelos y su padre.
–A los pirquineros los estafan. Les roban. Se aprovechan de su ignorancia. Todos les cortan la cola: el del camión, el que lo revende, el receptor de Enami. Al final no les dejan nada. Y empezó el trámite. Con su hijo Ricardo –de 29, quien ahora maneja maquinaria pesada y le financia el sueño– empezaron a recorrer a pie el cerro hasta que dieron con un par de yacimientos, pero tenían dueño. Un geomensor se compadeció y les prestó un mapa y un GPS.
Marcaron varios puntos donde pasaba la antigua veta. Y ¡bingo! Encontró un tramo sin dueño justo arriba de su casa. Y empezó a correr el plazo de 15 meses que da la ley para finiquitar un trámite kafkiano: fue cientos de veces a La Serena. Pidió audiencias con todos los seremis, con todos los alcaldes. Se amanecía cosechando claveles para cumplir su jornada y deambular al otro día de oficina en oficina, sin almuerzo, sin plata para la micro. Cualquiera se habría rendido.
–Por eso los pirquineros no lo hacen y venden su cobre a precios míseros. Incluso mucha gente que descubre una veta hace el trámite con abogados y consultoras. Luego venden el yacimiento y se van a medias. Obtienen cinco, diez millones –dice Isabel– y sería todo. Se lo gastan en un mes. Y un yacimiento como éste puede dar cinco millones en dos meses. Todos los hombres a quienes pidió consejo opinaban que no era tarea femenina. Le cerraron puertas. Le hicieron zancadillas. Las peores fueron las mujeres del pueblo: hasta inventaron escenas de celos por codearse con sus maridos y no con ellas. Finalmente, hace dos años, la eligieron presidenta del Sindicato de Pirquineros. Ahí está ahora ayudando a legalizar las explotaciones de sus colegas hombres.
–Saqué un título en todo el tejemaneje, dice sonriendo con su risa entre amarga y tímida.
Viene llegando de un curso en Enami sobre administración y mineralogía. Le falta hacer el curso de manejo de explosivos para tener un polvorín y aprender a conducir, porque está ahorrando para a tener un camión propio.
La veta femenina
En el acopio de Enami cercano a La Serena –donde tiene que ir siguiendo el camión para quenole cambien el cobre por otro demenor ley en el camino–, la conocen como La Regalona. Es la única pirquinera que entrega cobre en camionadas. Otro mujer lo hace en menorescala. Un administrador de Enami confiesa en Coquimbo, por teléfono, que no le tenía fe.
–No pensaba que le iba a resultar… pero después de 6 meses trayendo camionadas cobre… ¡Y del bueno! Se tuvo que comer sus palabras.
Isabel tuvo suerte con su veta. Su ley es de 2,5% de cobre, algo muy raro en estos tiempos.
–¿Por qué contrata a mujeres?– le pregunto sabiendo que iría más rápido con trabajadores hombres.
–Porque veo a la niñas de acá. Todas con los mismos problemas que yo pasé. Criando hijos solas. Quiero pagarles un sueldo digno, mejor que en las cosechas o en los claveles.
Piensa que pueden ganar 350 ó 400 mil pesos líquidos. Más incluso. Muy lejos del mínimo que pagan los empresarios de la zona a las mujeres. Karen Villanueva es otra mujer curtida, pícara y risueña. Está entusiasmada con la idea. Trabajó antes picando y moviendo material en otros pirquenes así que sabe de cobre y no le teme a la dureza de la piedra. Está sola y el menor de sus tres hijos tiene síndrome de Asperger. Andrea Vega es de Barrancas, un caserío cercano. Tuvo un hijo con su pololo que se fugó. Ha trabajado cosechando repollos y apio. Ya sube a la mina y aprende poco a poco. Marlén Valdivia es tímida y silenciosa. También es madre soltera. Es la única con cuarto medio. Fue cajera en un supermercado de Ovalle por 200 mil pesos al mes. No cree que picar roca sea lo suyo, pero quiere probar y, claro, ganar más dinero.
Isabel dice que si ella pudo, todas pueden. Quiere demostrar algo al mundo:
–Las mujeres se merecen un destino mejor. Un sueldo mejor. Compartir la riqueza de Chile, no sólo recibir las migajas que les da un hombre, por bueno que sea.
Isabel les enseña a Andrea y Marlén. Les dice que no le peguen a la piedras a lobruto.
–No pienses que es tu marido– dice Karen con un combo de 12 kilos volando por el aire.
–Tienes que ir buscando la grieta– dice Isabel.
Y mientras pica yremueverocas, haceuncomentario tétrico:
–A veces la veta se pierde. Los mineros pasan años cavando aquí y allá sin volver a encontrarla. Se vuelven locos.
Porque la veta, ese rellenodela torta,noes plano ni rectilíneo,toma cientos de formas bajo tierra, enredado como el pétalo de un clavel.
Todas quedan en silencio.
–Por eso es más pillería que nada –continúa Isabel–. Y observación.
Marlén no tiene fuerzas, pero tanto mover el pesado barreno en la grieta, logra arrancar al cerro su primera piedra calipso, reluciente. La pone contra el sol y brilla. Es cobre.
Texto: Roberto Farías
0 Comments:
Subscribe to:
Enviar comentarios (Atom)