Por María Elena Balán
En la ciudad de Santiago de Cuba, en los albores del siglo IX, cuando el grito independentista sacudía a muchos pueblos de América, vio la luz en 1808, una niña de padres dominicanos, bautizada con el nombre de Mariana. Sobre su piel dorada, que denotaba su raza mestiza, sobresalían unos grandes ojos soñadores.
Creció la hija de José Grajales y Teresa Cuello, y en ella se fue cimentando el amor a su patria: Cuba. Con los años, la historia distinguiría a aquella mujer como la madre mayor, que tuvo el privilegio de ofrecer a la causa redentora a diez valientes soldados, cuyas hazañas los inscribirían, junto a su progenitora, en las páginas más gloriosas de las guerras por la independencia cubana.
En 1840, Mariana Grajales tenía 32 años de edad y cuatro niños pequeños, hijos de Fructuroso Regüeyferos, de quien algunos historiadores dicen que murió, mientras estudios recientes señalan que se separó de Mariana. Tres años más tarde, unió su destino a Marcos Maceo, un valiente venezolano que había emigrado a Santiago de Cuba junto a su madre y hermanos, al calor de la efervescencia revolucionaria suscitada en su país. El matrimonio fue a vivir a la finca que tenía Marcos en Majaguabo, San Luis, y en 1845 nació el primogénito: Antonio.
La familia fue creciendo sucesivamente, y aunque tenían una casa en la ciudad santiaguera, su residencia fija era en el campo, donde vivían con relativa libertad y no sentían el despotismo hispano y el sistema de castas imperante. Con muy buen sentido, Mariana Grajales y Marcos Maceo orientaban a sus hijos en los más altos valores éticos y morales. De manera sencilla, pero firme, iban preparando a sus hijos para enfrentar la vida. Rodeados de una naturaleza exuberante, en el hogar limpio y honrado, los Maceo hablaban de la lucha protagonizada en Venezuela para lograr la independencia de la metrópoli española. En ese tema el padre llevaba las riendas de la conversación, y luego en la práctica enseñaba a los muchachos a usar el machete como arma de guerra o a llevar a la obediencia al más brioso corcel. La dulce Mariana evocaba la guerra en Haití y contaba a sus críos cómo su familia emigró a Santo Domingo y vino a Cuba, buscando un poco de tranquilidad ante los peligros de la lucha armada en su país de origen.
De pequeños críos se convirtieron en bravos guerreros los hijos de Mariana Grajales. La salita de la casa de Majaguabo fue sustituida por el campamento mambí, y no hubo uno solo de los Maceo y Regüeyferos que no combatiera por la libertad de Cuba. La madre que dio a luz a aquella pléyade de temerarios soldados sabía ser dulce o enérgica, según las circunstancias.
Tanto Mariana, como Marcos, dieron a los hijos la herencia más digna: ese sentimiento de amor a la Patria que los vio nacer.