La valentía, el compromiso y la excelencia profesional fueron las señas de identidad de la periodista chilena Patricia Verdugo, fallecida el 13 de enero de 2008.
Ella se convirtió en una figura emblemática del periodismo de investigación, y en un referente moral en la causa de los derechos humanos.
La mujer que investigó y miró a los ojos de los asesinos
Farire Zerán y José Miguel Varas
Durante 18 años le hizo el quite al río Mapocho. Podía mirar por horas el cerro San Cristóbal, pero no las turbias aguas, donde encontraron flotando a su padre, Sergio Verdugo, desaparecido en julio de 1976 por agentes de la Dirección de Inteligencia de Carabineros, a quienes tuvo la oportunidad de mirar a la cara y presenciar sus enjuiciamientos.
Patricia Verdugo estuvo amenazada de muerte, y tras el asesinato del padre publicó su íntima versión de la historia en 1999 con el título de "Bucarest 187". Hace ocho años, le preguntaron en una entrevista, dónde le gustaría vivir. "En Nueva York o en la Isla de Pascua, pero soy mapuche por estructura sicológica y Chile es mi tierra", contestó.
Verdugo, Premio Nacional de Periodismo 1997, y autora de "Los zarpazos del puma" (1985), que vendió más de 100 mil ejemplares en un año - y 30 mil volúmenes piratas-, dejó de existir, a los 61 años, a las 22:30 horas del domingo 13 de enero en el Hospital Clínico de la Universidad Católica producto del cáncer a la vesícula que padecía hace más de un año. Verdugo, quien decía que los periodistas son siquiatras sociales -porque "ayudan a superar los traumas del pueblo"-, también sufrió la muerte de dos hijos (uno, por infección postoperatoria y otro por muerte súbita).
Estudió periodismo en la Universidad Católica y desde 1969 trabajó en diversos medios, como las revistas Ercilla, Hoy, Análisis y APSI, y colaboró en TVN y en el diario La Segunda.
Tras el asesinato de su padre, la causa de los derechos humanos fue el gran tema que eligió para su labor periodística, trabajo que le significó recibir en 1993 el Premio María Moors Cabot, en Estados Unidos. "Los zarpazos del puma" fue prohibido por la dictadura, pero circuló de forma tan masiva, que llegó a convertirse en un emblema de la lucha a favor de los derechos humanos. En él, relata la matanza de 72 personas por integrantes de la llamada Caravana de la Muerte, comitiva militar que recorrió el país asesinando presos políticos entre octubre y noviembre de 1973.
Los datos expuestos en el libro fueron confirmados posteriormente durante la investigación judicial del caso, llevada a cabo por el juez Juan Guzmán, quien procesó a Augusto Pinochet por su responsabilidad en los crímenes denunciados.
Además, Verdugo publicó en la década del 80, "André de La Victoria", sobre el asesinato del cura francés André Jarland; "Quemados vivos", basado en la tragedia sufrida por Rodrigo Rojas de Negri y Carmen Gloria Quintana; "Operación Siglo XX", en colaboración con Carmen Hertz, y "Conversaciones con Nemesio Antúnez", diálogos que se realizaron durante los últimos cuatro meses de vida del pintor.
Bucarest y los dolores de Patricia
María Olivia Mönckeberg
Cuando la tarde del lunes 14 me llamó Rodrigo Orellana, editor de El Mostrador.cl, para pedirme una columna sobre Patricia Verdugo, simplemente le dije, “No, no soy capaz”. Pocas veces me había ocurrido algo así: quedar en blanco, sin palabras, ante un acontecimiento. Pero esto me sobrepasaba.
Sentarme a escribir sobre la amiga muerta era inabordable en ese momento. Sobre todo después de saber que los límites extremos del sufrimiento se las arreglaban, como en una tragedia griega, para rodear y envolver -una vez más- a su familia: Diego Marín su segundo hijo, quiso ir, junto a su novia Carla Ríos, a buscar ropa a su casa para quedarse en el Hospital Clínico de la Universidad Católica esa noche del domingo 13; pensaba acompañar a su madre agónica. En la rotonda Atenas, un accidente automovilístico puso un epílogo fatal a esta historia, superando lo que la imaginación podría crear. Carla murió en la Clínica Alemana, una hora antes que Patricia cerrara los ojos. Esta vez, ella no supo de ese último dolor.
Su familia y sus amigos habíamos tenido tiempo para preparar el ánimo -si es que eso se puede “preparar”- frente al inminente final de Patricia Verdugo Aguirre. Y como señalaron su hijo mayor Felipe Marín y el padre Percival Cowley en la misa de despedida, ella murió en paz.
Pese a la dura resistencia que opuso a su cáncer vesicular, era claro que no había recuperación posible. Sus “cartas redondas” -como ella las llamó- en las que nos daba cuenta detallada a través del mail de sus tratamientos y estados de ánimo hablan de ese temple que Patricia Verdugo siempre manifestó ante las diferentes circunstancias de una existencia sembrada de acontecimientos dramáticos.
Hace un mes, en la última de esas cartas a sus amigas y amigos, comunicaba que había estado “dos semanas fuera de circulación” ¡en la clínica! En realidad, había permanecido ese tiempo en estado de coma. Según ella, esa misma situación la había llevado a viajar por su vida y a darle las claves de por qué tenía ese cáncer. “Y eso puede ayudar a curarlo”, decía, sin abandonar la remota esperanza.
En verdad, si el cáncer tiene que ver con los dolores y angustias, con los infiernos de cada uno -como se viene sosteniendo-, ciertamente Patricia podría haber dado con esas claves. Desde sus tiempos de madre joven su vida estuvo marcada por el dolor, el que fue venciendo paso a paso, con una energía notable que le daba fuerzas para construir nuevas realidades. Una manifestación de rescilencia -como se dice hoy- pocas veces vista.
Un día de 1971, Edgardo su primer hijo, murió después de una operación. Tenía poco más de un año. Vinieron después otros dos niños, Felipe y Angela. En febrero de 1975, cuando trabajábamos en la revista Ercilla, la escena se repitió: la niñita -de apenas dos años- dejó de respirar. Muerte súbita fue el diagnóstico. Patricia no claudicó y, desafiando el natural temor, fue madre años más tarde de Diego, a fines de los ‘70 y de José Manuel, una década después en el fragor de los años ‘80.
En otra dimensión, en julio de 1976, sobrevino para ella un quiebre brutal. Una tarde de ese invierno su padre, Sergio Verdugo, no llegó a su casa, en la calle Bucarest, a unos pasos de Providencia. Constructor civil de profesión, trabajaba en la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, donde presidía el sindicato de empleados de la hoy desaparecida entidad pública. Su cadáver fue encontrado en el río Mapocho.
Recuerdo con horror las conjeturas que se hacían y la impotencia frente a las versiones que trataban de hacernos creer: que se habría suicidado, que se habría ido con otra mujer, abandonando a la señora Carmen y sus hijos... Pocos creían que se trataba de un crimen político, en esos tiempos tenebrosos de dictadura y servicios de seguridad. “No, si es democratacristiano, si no tiene el perfil para ser asesinado”, escuché decir a más de alguien, por esos días en que la incredulidad sobre la barbarie implantada por Pinochet y sus secuaces era parte de nuestro entorno. Incluso en su propia familia, fracturada por el impacto del golpe militar, Patricia tuvo que encarar discusiones y desilusiones. Un tío y un hermano vestían uniforme del Ejército. Los horrores que ocurrieron a partir de ese septiembre del ‘73 y el compromiso de Patricia cada vez más profundo con la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la dictadura la alejaron de quienes defendían el régimen.
Su intuición, la confianza en su padre y la perseverancia a pesar de los pesares, fueron las guías que la llevaron a las pistas certeras, mientras aplicaba sus conocimientos y métodos de la gran periodista que fue. Sin embargo, para esclarecer los hechos tuvieron que pasar años y décadas de constante lucha y dolor. La obsesión no la abandonó hasta llegar a la verdad sobre el caso, tal como la relata en su libro Bucarest 187, publicado en 1999.
“Quiero invitarlos a leer esta historia de amor y de fe en la vida. Una historia que se entrelaza con la de mi país, conformando ese amasijo de alegrías y dolores, grandezas y miserias, lealtades y traiciones que todos llevamos dentro”. Es la invitación que la propia Patricia escribió para la contratapa de ese libro. Una obra -que no suele ser tan citada como Los Zarpazos, la Herida Abierta, o Quemados Vivos- que nos aproxima a Patricia Verdugo como ninguna otra.
Bucarest 187, quizá sin proponérselo y sin imaginar que su vida sería cortada prematuramente, fue un anticipo de Memorias inconclusas, donde la autora entrega esas marcas dolorosas. Las claves de su existencia. Y tal vez de la fuerza que desplegó a partir de ellas.
* María Olivia Mönckeberg es periodista, escritora y profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. 17 enero 2008
PARA PATRICIA VERDUGO
Cierro los ojos y regresa el eco de tu risa, capaz de despertar a los muertos, contagiosa, que nacía desde abajo, subterránea, y subía en borbotones alegres en una cascada de agua fresca. Pero que nadie se llame a engaño porque bajo esa apariencia menuda y frágil, latía una guerrera, la más fiera y valiente que hayamos conocido nunca. Tu voz era suave, tu trato gentil pero cuando abrías la boca para afirmar, para preguntar, para denunciar, para aclarar y advertir había que ponerse el cinturón de seguridad porque sin pedir permiso ni previo aviso, se abría paso la samurai, empeñada en librar la batalla, todas las batallas, la tuya y la de los otros, hasta el final. Hasta la muerte, si era necesario.
Amiga, nunca habría querido escribirte estas líneas. Después de nacer, es la tarea más ardua que alguien me haya encomendado. Pero he viajado desde lejos para cumplir con mi palabra y honrar tu nombre cuando hace ya varios años, en una conversación semi seria, más seria que semi, nos prometimos que la que se fuera primero sería despedida por la otra.
Cuando el terror nos cerró la boca, cuando nos consumió la pesadilla de la barbarie desatada, mojaste, como yo y tantos otros, las sábanas durante el sueño. Pero decidiste, quien sabe en qué momento, batirte a duelo porque a poco andar comprendiste que se está en una vereda o en otra. La vida te ofreció una flor y la muerte te mostró sus fauces.
Y sacaste tu voz, esa voz, que aprendimos a reconocer con el paso de los años. No estuviste sola: muchos nos reconocimos en el mismo compromiso que exigía fin a la represión y respeto por el ser humano. Porfiada como buena nieta de vascos, con disciplina y convicción, fuiste pariendo una veintena de libros, todos hijos nacidos del dolor y de la memoria.
Fuiste la voz temprana, la primera, con Claudio Orrego, que habló de los detenidos desaparecidos y de la herida abierta. Han pasado casi 30 años y la herida aún no cicatriza. Ni la tuya, ni la mía, ni la de tantos. Tu espada de acero glorioso, Patricia, fue siempre, desde que la empuñaste, la palabra. Fue ella tu tesoro más preciado, tu herramienta más eficaz, la que nunca te defraudó, la que tú nunca abandonaste.
Nuestra patria y el mundo se enteró con tus relatos de los jóvenes quemados, de André Jarlán que leía la Biblia cuando una bala loca, o quizás no tan loca le atravesó la cabeza, del atentado fallido a Pinochet un domingo 7 de septiembre de 1986 y de la operación montada por el dictador en una caravana de la muerte que recorrió nuestro país de norte a sur.
¿Para que seguir? Para qué contar tu currículum si los que estamos aquí te conocimos de cerca y de sobra. De otro modo, no estaríamos aquí. Recibiste los más altos honores como periodista, acumulaste premios y amigos, recorriste mundo y nos probaste una y otra vez que la justicia y la verdad parten como desafíos y terminan como obsesiones apasionantes. Los ciegos, los ignorantes, los necios de siempre dirían más tarde que te “quedaste pegada en el tema”.
Del dolor sabías. Más de una vez te quebraste en mil pedazos y en tu boca quedó el sabor de la pérdida de los seres que más amabas, pero te levantaste. Para ti el fracaso no era una opción. Fuiste mala perdedora, te costaba aceptar la derrota y, quizás, pocas cosas te resultaban tan seductoras como el afán de perseguir un sueño, de, simplemente, hacer el intento, de no darse por vencida antes de empezar. La palabra imposible no estaba en tu amplio vocabulario. Nos alentaste, nos empujaste, nos entusiasmaste con tu esperanza, tu fortaleza, tu tenacidad.
A las amigas más cercanas nos pauteabas la vida, nos ahogabas con instrucciones, nos dabas consejos que no pedíamos. Nosotras te dejábamos hacer porque cualquiera que te conoció sabe que decirte no a ti era una tarea difícil.
Perdiste, Paty, la última batalla. La vida te torció, una vez más, la mano. Pero, hoy cuando tantos te acompañamos en este adiós frente al Cristo crucificado, sufriente como tú, compartimos la certeza de que, al final, la victoria fue tuya. Y el privilegio, nuestro. Porque dejaste una huella profunda, marcada a fuego. Porque tocaste la vida de tantos y tantas dentro y fuera de Chile, tu patria que tanto amaste. No me gusta hablar por otros, pero me atrevo a decirte, en nombre de los que acudieron a esta cita y de aquellos que no pudieron llegar, que te estamos profundamente agradecidos por lo que fuiste y por lo que te negaste a ser.
Te extrañaremos cada día un poco, con la certeza de que esta nueva herida que hoy se abre con tu partida, tampoco cicatrizará. Hasta pronto, amiga. Hasta pronto, hermana. Hasta, pronto, amiga-hermana.
*Odette Magnet, periodista.
Editado por Mujeres Hoy
Fuentes: La Nación, El Mostrador, Amnistía Internacional. Chile. Enero 2008.